El gustillo, quizás el diminutivo más poderoso de la lengua castellana, capaz de dominar voluntades muy encima de su forma empequeñecida y ridícula, tiene casi siempre un origen evidente. No es necesario una lupa de detective para encontrar el rastro del placer tras la mordedura de una onza de chocolate; tampoco tras los verbos que aplacan tradicionalmente el hambre, el sueño y las ganas. Y al mismo tiempo es conocida la recompensa en serotonina de las proezas, los esfuerzos heroicos que el cuerpo premia accionando el spray interno del bienestar, como ese volver a casa en aparente levitación de quien ha estado una hora machacándose en el gimnasio. Pero hay otros placeres banales, microscópicos, lejos de la virtud (hacer deporte) o el vicio (consumir drogas), que nos equilibran por dentro. Tareas casi siempre domésticas como ordenar los armarios o cortar las uñas a una mascota que pueden convertirse en un amparo frente al caos de la vida. Pequeñas minucias que no a todo el mundo le gusta hacer pero que a algunas personas les centra. Son los placeres refugio.
