
Hace pocos días estuve oliendo perfumes junto a Helena Bonham Carter. No me negarán que quieren saber más. Estábamos (me permito el lujo del plural, como si fuésemos dos amigas que salen juntas de compras) en Londres, en Liberty, el gran almacén más hermoso del mundo. Ella, sin prisa aparente, se confundía con la multitud, pero mi yo peliculero la detectó de inmediato. Vestía de negro, justo como nos la imaginamos, y se probaba uno de los aromas de la colección Editions de Parfums, de Frédéric Malle; lamento no tener el dato exacto del aroma, pero estaba entretenida mirando la piel de esa mujer a la que llevamos viendo 40 años en la pantalla. Me impresionó lo hermosa que era: esos ojos abiertos, esa tez de porcelana, ese pelo despeinado… Confirmé algo que ya sabía: que una estrella de cine, bisnieta de una baronesa y de un primer ministro británico, y una tipa normal podemos dejar por la calle el mismo halo de perfume. Mientras pensaba esto, ella desapareció. La belleza de esta mujer es propia del Reino Unido, como la de Penélope Cruz o la de Ángela Molina lo son de España o de la cuenca mediterránea. Nuestro aspecto es el resultado de una economía y una cultura. Esto es una simplificación barata de un tema complejo, pero aquí va.