
Fui una niña regordeta, con cara de torta, cintura de barrilete y muslos siameses. De año en año, cuando íbamos a la feria del pueblo de mi padre, mis tías abuelas me hacían corro y piaban a la pollita: “Ay, hermosa, cuánto has crecío, da gusto lo lustrosa que te crías”, y yo no sabía si quería morirme o asesinarlas, o si me mortificaba más lo de lustrosa o lo de hermosa o ese crecío que sonaba tan cateto a mis soberbios oídos de niñata empollona. Luego crecí y adelgacé y engordé y pasaron por mí dietas, embarazos, subibajas en el ánimo y en la báscula hasta derivar en la penúltima de mis debacles: la de la menopausia. Pues bien: en todas esas etapas, siempre hubo algún alma caritativa interesada en señalarme mis sobras y mis faltas, como si una no tuviera espejo en casa. Cuento esto que, seguro, le ha pasado al 99% de mis congéneres para ilustrar la inseguridad que puede producir la opinión no solicitada de los demás sobre nuestros cuerpos y, también, para que se entienda este manifiesto.