Resulta extraño, con el paso de los años, volver a los lugares en los que fuimos niños. Últimamente pienso mucho en ello en la quietud de la madrugada, mientras trato de dormir o alimento a mi hija, entre las cuatro paredes que me vieron crecer. Las fotografías que decoran las paredes de mi habitación me recuerdan que allí, cada noche, dormía aferrada a la mano de mi hermano; que no hace tanto, sentada en el viejo pupitre, aprendía las lecciones de doña Dorinda; que los domingos imaginaba vidas futuras sentada al filo de la ventana, en silencio, frente al mar; que con la cara hundida en la almohada tuve que ahogar el llanto por cada uno de mis muertos. Y ahora, mi hija me regala sonrisas en esa misma habitación, junto a mi madre, como si de un sueño se tratase. Sin embargo, cuando todos duermen, el mismo sentimiento se apodera de mí, el del vértigo por el paso del tiempo.
